viernes, 21 de junio de 2019

El hombre y el artista


                                                                                                                                                                        EFE

Bien sabe el público de Woody Allen acerca de la importancia de diferenciar al creador de la persona. Frente a las reiteradas acusaciones de abusos, en boca de la hija enajenada, por parte de una Mia Farrow que perdió los papeles –también los mejores– desde el preciso instante en que se separó de Allen, los seguidores del cineasta han sabido trazar una línea impecablemente recta entre la vida privada del artista y sus obras. Máxime cuando dichas acusaciones no fueron nunca probadas; máxime cuando vuelven a lomos del neomacartismo metómano, más sediento de trofeos que de verdad.

Woody Allen fue recibido anoche con calurosos aplausos en el concierto que él y la Eddy Davis New Orleans Jazz Band ofrecieron en Madrid. El repertorio entraba dentro de lo esperado: standards y piezas de sabor y sonoridad clásicos. La banda estuvo magnífica a lo largo de la hora y media que duró el recital, pero sería faltar a la verdad decir que el clarinete de Allen estuvo al mismo nivel. Dudo que ninguno de los congregados esperase a un virtuoso, pero tampoco aquello. Desconozco si el fallo estaba en el instrumento o en los pulmones de Allen, de 83 años, pero lo cierto es que toda aquella nota que rebasó, bien hacia el agudo, bien hacia los graves, el registro medio, sonó a todo menos a clarinete. No pude evitar recordar aquella secuencia memorable de Toma el dinero y corre (1969) en que el protagonista, Virgil Starkwell, intenta tocar el violonchelo con una banda de viento, arrastrando su silla mientras esta desfila a lo largo de una calle. Allen pareció encarnar anoche, cincuenta años más tarde, al primer alter ego de su larguísima filmografía.  

A pesar del desconcierto inicial no faltaron los aplausos. Aplausos tras los solos, aplausos al final de cada pieza y largos aplausos al artista tras las propinas, al final de la velada, que no eran sino un indignado revulsivo contra la caza de brujas del último año. Un cálido «Mr. Allen, gracias por su cine. Gracias por traerlo a nuestras vidas. Gracias por seguir adelante».

Pocos públicos saben, como digo, diferenciar tan bien entre el hombre y el artista. Puede que anoche más de uno marchase perplejo y sin embargo satisfecho. A fin de cuentas, poco importaba el clarinetista. Era al hombre al que habíamos ido a ver.



Woody Allen & The Eddy Davis New Orleans Jazz Band
Noches del Botánico.
Real Jardín Botánico Alfonso XIII. Madrid. 20/06/2019.

sábado, 16 de febrero de 2019

Pollini, en el foco


          


          De un lado están los obcecados en la obviedad; de otro, los sedientos de leyenda. En el centro, en el foco, el hombrecillo tambaleante que sale de un rincón, camina hacia la luz y hace enmudecer a la murmurante penumbra. Y enmudecen los suspicaces, los que no parecen sino confirmar satisfechos la rumiada sospecha –esto es, que 88 teclas son demasiadas para 77 años–; y enmudecen también los devotos, en hierática reverencia tan solo quebrantada por salvas de aplausos que obligarán al hombrecito a recorrer varias veces, casi suplicante a la postre, el camino que conduce a la luz y a las teclas para obsequiar a la sala con dos luminosas propinas.  

         Pocos días antes Maurizio Pollini había cancelado su recital, uno de los pocos que ya concede al año, en Lugano. Poder verlo –sí, verlo– y escucharlo en Madrid, adonde lo trajo el XXIV ciclo de grandes intérpretes de la Fundación Scherzo, es un regalo. También para las exigencias de tisú. En el programa, breve pero generoso, dos de los compositores cuyo nombre está ya indisolublemente trenzado con el del italiano: Chopin y Debussy. Y allá están sus grabaciones discográficas para el que quiera encontrarse con un pianista joven, que bajo el foco del ensombrecido Auditorio lo que tuvo lugar fue el milagro, tan infrecuente en las salas de conciertos, de la música naciendo y desvaneciéndose, entrando en la luz y volviendo a las sombras. En el grupal recogimiento, o quién sabe si a causa de éste, fue la música lo que se impuso como si no se tratara de otra cosa que la improvisación de una idea. Estaba sucediendo, bellamente imperfecta. Con eso, que es mucho, bastaba. Y si Chopin sonó a Debussy, inesperadamente atmosférico y difuminado –empezando por los nocturnos y culminando en una maravilla de Berceuse– Debussy resultó más medido, más técnico. Menos inspirado, quizás, pero curiosamente más preciso.

         De propina más Debussy y, por último, otra vez Chopin. Exhausto, Pollini abandona el foco y el escenario y desaparece por una puerta lateral. Se hace de nuevo la luz en la sala y se advierte en los rostros que todos han descubierto algo: los unos, la existencia de pasión, fuerza y verdad en la vejez. Los otros, no dan crédito, la vejez misma.


Maurizio Pollini, piano
Obras de F. Chopin y C. Debussy

Grandes intérpretes. Fundación Scherzo
Auditorio Nacional de Música. Madrid. Sala sinfónica. 11/2/2019

martes, 5 de febrero de 2019

La favorita: sonoridades dislocadas



                Contaba Marvin Hamlisch a propósito del uso de la música de Scott Joplin en El golpe (George Roy Hill, 1973) que, pese a ser un anacronismo –la acción y su comentario musical se hallan desfasadas más de treinta años–, la cosa funcionaba a las mil maravillas si uno no era un especialista en música. Cabría añadir que también a pesar de serlo. Quizás porque los bienhumorados ragtimes de Joplin ilustran la historia en extradiegética subjetividad pero no nacen en su interior. O tal vez, sin más, porque sumada al resto de mentiras que hacen posible una película, también ésa cuela.

            Ejemplo reciente de este uso dislocado de la música es La favorita (Yorgos Lanthimos, 2018), que podría llevarse hasta diez Oscar el próximo 24 de febrero. Hay en ella anacronismos evidentes y anacronismos que, como los arreglos de Hamlisch, son solo coto de connaisseurs. Los primeros buscan reivindicarse como tales, arrastrar al espectador de vuelta a la realidad de su butaca: desde el obvio Skyline pigeon de Elton John acompañando los créditos finales –suerte de acta est (y sobre todo) fabula– hasta la estrafalaria coreografía en la escena del baile, en cuya música nos detendremos más adelante. Los segundos son más sutiles y comprenden la mera desubicación geográfica –Bach, Vivaldi…– y la dislocación temporal –Messiaen, Ferrari…–. Música francesa, ¡qué cosas!, para ilustrar la Gran Bretaña en guerra con Francia. Su condición de elemento externo, como los rags de Joplin, hace verosímil el anacronismo. La clave está en que esta música describe una historia; nunca la historia. El interés no recae tanto en dar al espectador un asidero, un contexto sonoro de la época, como en tamizar, precisamente, la visión que el director tiene de dicha época. Desde un punto de vista visual y narrativo –ese asomarse al XVIII a través de los ojos de pez y los grandes angulares– pero también sonoro.

            Lanthimos hace uso de la música del siglo XX para intensificar el drama, como en el ataque de gota de la reina acompañado del aún más dramático goteo de Didascalies, de Ferrari; pero también se vale de filigranas como anunciar que las cosas están cambiando en palacio mediante el timbre del piano de un fúnebre Schumann. O juega con el mero guiño metatextual, como el uso del concierto Il favorito de Vivaldi. Es, sin embargo, en la ya comentada escena del baile donde la sutileza entre lo diegético y lo extradiegético, entre lo anacrónico y lo contemporáneo, roza el delirium tremens. Solo en tres ocasiones a lo largo de la película se oye música cuya ejecución tiene lugar dentro del filme. Se opta para ello por el más obvio realismo: Haendel y Purcell, compositores que estuvieron estrechamente ligados a la Corona británica. Es una obra del primero, su Oda para el cumpleaños de la reina Ana, la utilizada en la secuencia antedicha. En concreto el dúo con coro «Let Rolling streams». Escrita en 1713, la pieza encaja a la perfección con el momento en que se desarrolla la historia. El problema es que no escuchamos la versión original vocal, sino el arreglo posterior del propio Haendel para el 5º movimiento de su segundo Concierto a due cori (1747). Y he aquí la gran paradoja: si consideramos esta música como diegética se trataría, en sentido recto, de un anacronismo; mientras que si la consideramos extradiegética es perfectamente contemporánea a la acción. ¡Y lo disparatado parecía el baile!

            No deja de ser por ello una lástima que, alcanzado tal grado de sutileza en el planteamiento estético, se ponga todo al servicio de un guion tan grueso, por momentos, en su desarrollo del conflicto.  

jueves, 10 de enero de 2019

Dos críticas intempestivas


Cuatro ausencias

         El recital ofrecido por el cuarteto Pražák en el que sería el segundo concierto del ciclo Series 20/21 podría resumirse en una palabra: ausencia. Tal parece ser el eje, más allá de engarzar el programa a través del número 3 –compartido por los cuatro cuartetos en el ámbito de lo clasificatorio– en torno al que orbitaron obras tan dispares. Porque la más antigua de ellas, el cuarteto de Berg, destila en su asepsia la ausencia de lo tonal; del mismo modo que en los casos de Zemlinsky y Ullmann –dos cuartetos ‘para el fin de dos tiempos’– se hace patente la ausencia de un mundo, aquél que se llevó la Gran Guerra y aquél que se estaba llevando la II Guerra Mundial, que ya nunca más sería; y ausencia es, finalmente, la obra del español Parera, porque ya desde su título, Mediterránea, se advierte al oyente de que no se trata del mar, sino de la atmósfera: de evocar, vaya, lugares y ambientes que se añoran. Música de pérdidas toda.

            Para dar sentido a este entramado conceptual hace falta algo más que el guiño del 3, y es aquí donde el Pražák demostró su buen hacer. Desde los densos empastes atmosféricos con los que abría boca Ullmann, pasando por la agresividad contenida en el 2º movimiento del cuarteto de Berg o la rítmica socarronería de la Burlesca de Zemlinsky, la formación demostró una energía y versatilidad en absoluto reñidas con el buen gusto para los momentos líricos –sentidos, que no sentimentales–, y buena prueba de ello fueron el intimismo alcanzado en la Romanza de Zemlinsky o la dolente ironía, no exenta de jugueteo, del Presto de Ullmann, una suerte de vals emponzoñado. Su finura de orfebres en el tratamiento de los timbres y el ritmo brilló especialmente en las obras de Berg y Zemlinsky, tan exigentes para los intérpretes como para el auditorio.

            La Mediterránea pareriana, la obra más ligera y no por ello menos sustanciosa del programa, sirvió de encrucijada y casi de compendio de todo lo demás. Aquí se conjugaron las obscuras reflexiones y el estatismo –Reflexió– con los aires de danza de melancólica tristeza –Vals– o brutal ímpetu de sabor español –Dansa–, sin perder en ningún momento el impulso primigenio, esa evocación marítima, como un arrullo quejumbroso, de suave insistencia ternaria –Cançó–. El autor, presente en la sala, se mostró muy satisfecho con el resultado obtenido, recibiendo una cálida ovación antes de que el recital tornase con Zamlinsky a la decadencia de la que partiera.

            Y no es tarea menor, partir de la decadencia para fundirse de nuevo en ella y, en el camino, materializar cuatro ausencias.


Cuarteto Pražák (Jana Vonášková, violín; Vlastimil Holek, violín; Josef Kluson, viola; Michal Kanka, violonchelo).
Obras de V. Ullmann, A. Berg, A. Parera Fons y A. von Zemlinsky.
CNDM. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid. 22/10/2018



Politeísmo profano

            Dios a través del caleidoscopio, titulaba Luis Suñén sus notas al programa, y lo cierto es que el concierto ofrecido por la estadounidense Marin Alsop al frente de la OCNE nos permitió asomarnos a tres visiones tan personales como excéntricas de Dios. Alejadas, eso sí, de cualquier tipo de paroxismo, por más que el concierto estuviera inserto en una temporada de la que el término es, o pretende ser, hilo conductor.

            Del juego de diálogos concebido por Vaughan Williams, el primer autor de la tríada de antimodernos –la otra cara de la modernidad, que diría Celsa Alonso– que conforman nuestro programa, debemos destacar el fabuloso trabajo de la directora en el manejo de las masas sonoras. La Fantasía entera, gigantesca elipsis ideada como un diálogo entre el presente y la tradición, lo es a su vez entre el cuarteto, los solistas y el conjunto de las cuerdas. Alsop supo manejar, separar, elevar y tamizar estos tres niveles en todo momento, equilibrando con esmero las distintas densidades, de tal modo que, efectivamente, se alcanzaba a ver a Dios en el conseguidísimo empaste final.

            Y si Vaughan Williams llegó a Dios por mediación de Tallis, Bernstein lo hizo de una manera mucho más rocambolesca. Sus Salmos de Chichester son una suerte de cajón de sastre, fruto de un encargo, donde el compositor depositó no solo una singular religiosidad –casi una excusa–, sino también autocitas o fragmentos desechados de su West Side Story y otros musicales. El resultado es una obra extraña, ecléctica, de un misticismo urbano –poco sacra, tal vez, pero enormemente bernsteiniana–, que su alumna, notable especialista en el autor, supo construir con sabiduría: tanto en las rítmicas festividades del primer salmo como en el íntimo lirismo del segundo, con esa sección media tan típica de su autor por lo sorpresivo de su contraste y su riquísima paleta tímbrica. A destacar un crecidito Carlos Mena que, si bien no es  niño cantor, capeó los comprometidos saltos de su parte con éxito notable.

            La segunda mitad del concierto se dedicó a la tercera sinfonía de Saint-Saëns. El diálogo con Dios de nuestro tercer antimoderno se efectúa mediante la inclusión de un subtítulo, con órgano, que es a la vez la de un instrumento infrecuente en una obra de este tipo. Al igual que en los salmos, destacaremos el refinado trabajo del color de Alsop; de otro lado, al igual que en la Fantasía, el manejo de las masas sonoras. En especial en los diálogos entre vientos y cuerdas, así como en las entradas del órgano, dejando al instrumento su propio espacio.

            Tres miradas distintas, en fin, sobre tres personalísimos dioses. Eso sí, dando un buen rodeo para llegar a ellos.


Orquesta y Coro nacionales de España.  
C. Mena (Contratenor), D. Oyarzábal (Órgano), M. Alsop (Directora). 
Obras de R. Vaughan Williams (Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis), 

L. Bernstein (Salmos de Chichester) y C. Saint-Saëns (Sinfonía nº 3, op. 78).
Auditorio Nacional de Música. Madrid. Sala sinfónica. 3/11/2018

martes, 16 de octubre de 2018

Los muertos

El nacionalismo es el rey Midas de la podredumbre: corrompe cuanto toca. Corrompe Savall la música de Bach cuando, encarando al público francés en la pérfida España no se atreve, la utiliza para deslizar viscosa propaganda entre los intersticios de las propinas; corrompe Carreras, ex José, cuando echa en falta el catalán en el funeral de Montserrat Caballé; y corrompe Torra, en fin, valga la redundancia, cuando lanza un tuit, caliente aún la diva, para empequeñecerla poniéndola al nivel de la ratafía.

«Catalana universal», glorioso oxímoron en boca de gentes con tan estrecha idea de lo local. El nacionalismo, ya se sabe, siempre quiere ser el muerto en el entierro incluso cuando los muertos les vienen grandes a sus miserias, excepción hecha del sepelio propio, ese largo golpear de la tierra sobre la caja que sólo oímos, desde hace un año, los que estamos fuera. Y no deja de ser una lástima que la Caballé no haya podido encarnar una última vez a Caterina Cornaro para cantarle a la comitiva fúnebre de cadáveres sordos aquello de «...fur protette le giuste bandiere, furon vinti i codardi oppressori».

Gaetano Donizetti
«Non più affani» de "Caterina Cornaro".

jueves, 6 de abril de 2017

Cómo descuartizar a una vieja



Uno de los comentarios más oídos entre los críticos cuando se estrenó Malditos bastardos (2009), la película de Tarantino, fue que Christoph Waltz era la película y que su trabajo era lo único que conseguía mantenerla en pie. Es cierto que sin él el resultado habría sido muy diferente –el propio director lo admitió– pero qué duda cabe de que el talento de Waltz no hizo sino redondear un magnífico guión y una excelente película. No es el primer caso, ni será el último, de una interpretación que, como si de la banda sonora se tratase, traspasa los márgenes del filme en que se circunscribe. ¿Cabe imaginar El resplandor (1980) sin Jack Nicholson o Centauros del desierto (1956) sin John Wayne?

Ayer, en el Teatro de la Zarzuela, vinieron a mi mente los Malditos bastardos tarantinianos mientras asistía al inmenso trabajo de Jesús Castejón –sostén innegable de los mimbres sobre los que se asentaba el espectáculo– en el programa doble Château Margaux / La viejecita. La diferencia, salvando las distancias, es que si bien Waltz en su papel de nazi y Castejón en el de locutor franquista se comen cámara y escenario respectivamente, la película de Tarantino, como conjunto, era buena y el montaje de Lluís Pasqual, globalmente, es un despropósito que ni siquiera el buen hacer de Castejón logra salvar. Reconozco la buena idea del programa de radio, sí, y también lo adecuado de un texto cuya factura sabe ir al grano y evitar las estridencias. Reconozco, incluso, que la idea de situar la acción en pleno Franquismo, lejos de ahondar en el desgraciado sambenito que los más ignorantes siguen colgándole a la zarzuela, contribuye a distanciarla de aquél –por pasmoso que sea encontrar aún entre el público algún nostálgico que se une a los actores cuando se pide un aplauso para el Generalísimo–. Reconozco todo esto y, es más, admito que cumple el objetivo de liquidar Château Margaux sin excesivo drama. Si nos halláramos ante una versión de concierto o ante algún tipo de antología podríamos decir que habían quedado bien vestidas, apañadas, pero no era el caso; se nos prometían dos zarzuelas y no vimos ninguna. Los problemas empiezan cuando lo que debería ser una muleta que permita avanzar hacia la otra obra, la que, supuestamente, sí va a representarse completa, entorpece dicho avance y además la parasita. El problema, vaya, es el de siempre: cuando la dramaturgia auxiliar se cree mejor que la primigenia; cuando el espejo, que debe de ser el de la madrastra de Blancanieves lo menos, le dice «Sí, ve» con una insistencia rayana en el mal gusto.

La dramaturgia de Pasqual es pragmática, sí, pero invasiva también. No siente el menor respeto –ni la menor piedad– por el texto de Echegaray. Se diría incluso que le estorba, puesto que, como viene siendo habitual en la zarzuela –y en la Zarzuela–, no sirve a los planes del adaptador. Y ya sabemos lo que le ocurre a las obras rebeldes que no se pliegan a los deseos del director de escena de turno: son castigadas. Esta temporada ya le ha pasado a Iphigenia, a la villana y ahora a la viejecita. Chicas malas… La pregunta es obvia y pertinente: ¿por qué hay que adaptar estas obras? ¿Tan mal funcionan hoy en día? ¿Por qué meter tijera a textos, eliminar números musicales, poner patas arriba libretos o inventar otros nuevos? Muchos confunden darle un repaso al motor con cambiar la carrocería y tapizar los asientos. No es una crítica desde el purismo, es hastío. Las zarzuelas no son ratones: basta ya de experimentos –o, al menos, de científicos locos–. El caso de La viejecita es doblemente doloroso porque a la indelicadeza de cargarse una historia que podría funcionar perfectamente se une la de restar fuerza dramática a la delicadísima música de Fernández Caballero transformándola en una ristra de números descontextualizados aderezada con una dirección de actores inexistente: a la hora de estatismo y tarima sigue media de aspavientos, vaivenes abanico en mano, movimientos erráticos y travestismo al lamentable modo de Los morancos. La luz sólo parece hacerse en la «Romanza del espejo», momento en que la deslumbrante escalinata y sus posibilidades cobran por fin sentido durante cinco minutos.  
      

Mención aparte merece la elección de un barítono para un rol originalmente escrito para una contralto. El único mérito destacable de Ricardo Velásquez fue que Fernández Caballero pareciera Wagner: tal era el modo en que por momentos lo engullía la orquesta. Del otro lado una inconmensurable Ruth Iniesta, cada vez en mejor forma, y el siempre espléndido Jesús Castejón equilibraron el desaguisado; salvaron los muebles pero el problema es que muchos íbamos con la vana ilusión de ver otro piso. La dirección de Miquel Ortega logró sacar brillo a la preciosa música de Caballero y aunque a la orquesta le faltó rubato no nos quejemos: bastante escamoteo hubo ya en otros aspectos. Quiero insistir: no es purismo, es precisamente el deseo de no ver siempre lo mismo: chistes malos y remozamientos que nadie ha reclamado, empezando por las propias obras. Fernández Caballero merece mucho más. Urge la aparición de directores de escena que, como el pianista Alfred Brendel, pertenezcan a «una tradición en la que es la obra de arte la que le dice al intérprete lo que debe hacer y no el intérprete el que le dice a la pieza cómo debería ser o al compositor qué es lo que debería haber compuesto». Esto también atañe a los libretos. Otra decepción, en definitiva. Hans Landa, por lo menos, hizo bingo.



miércoles, 19 de agosto de 2015

La Luisa se va al Puente

Desde el portal especializado en Zarzuela, zarzuela.net,  me ha invitado a colaborar con ellos. Aquí va mi primera crítica.



Sin duda es una feliz coincidencia que un día después de finalizar las representaciones de esta Luisa Fernanda de Ópera Cómica de Madrid se cumplieran cincuenta años de la desaparición de uno de sus libretistas, el indispensable Guillermo Fernández-Shaw. Un homenaje –sospechamos– fortuito pero muy oportuno, aunque el propio espacio forzó a una poda considerable en el texto a fin de convertir los tres actos originales en dos. Este tipo de decisiones, tan en boga últimamente –en el Teatro de la Zarzuela hemos asistido al recorte de El dominó azul, Black el payaso o Luna de miel en El Cairo entre otras, y algunas han sido auténticos estropicios– ayuda a dinamizar libretos endebles cuando no mediocres, enlazando los números musicales con una agilidad que es de agradecer. Es una buena idea, pues, para revestir el frío esqueleto…

PUEDE LEERSE COMPLETA EN ZARZUELA.NET:

http://zarzuela.net/ref/reviews/luisa15_spa.htm